"Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca", Jorge Luis Borges


13 de febrero de 2011

El escalofrío y la carcajada, de Ena Lucía Portela



Por Ena Lucía Portela

SI DE NARRADORES se trata, siento especial predilección por los que cuentan historias duras, crueles, sórdidas e incluso truculentas, pero en tono de guasa, de tragicomedia punzante o humorada negra, sin perder nunca de vista el lado ridículo de las cosas.
Autores así los encontramos en todas las lenguas y literaturas, de Petronio a Bulgákov, de Quevedo a Gadda, de Heinrich Mann a Bret Easton Ellis. Burlescos y macabros, tienden a suscitar lo mismo el escalofrío que la carcajada —o la mueca de asco en los lectores de estómago delicado—, jamás la indiferencia. Y a esa cuadrilla sin duda pertenece Reinaldo Arenas, un ejemplo excepcional de vitalidad, imaginación y rebeldía en el panorama literario cubano posterior a 1959.


A fines de los ochenta, ya enfermo de SIDA, comenzó a escribir en un hospital de Nueva York la que más tarde sería mi favorita indiscutible entre sus novelas: El color del verano. Allí relata cómo nuestro pueblo, atribulado por la miseria y los desmanes de un viejo dictador enloquecido a quien llaman Fifo, en medio de un estrepitoso carnaval, logra desprender la Isla de su plataforma insular con el propósito de huir navegando en ella cual si fuera una balsa gigantesca. Pero los millones de “balseros” no consiguen ponerse de acuerdo acerca del lugar de destino de su embarcación y el tipo de gobierno a adoptar, y acaban hundiendo la Isla en el mar.
También aparecen en la novela, transfigurados en forma grotesca, diversos episodios de la juventud de Arenas. Su alter ego, la Tétrica Mofeta, es un escritor de lo más empecinado en escribir y escribir y escribir, pese a la indigencia en que vive, la censura que lo cerca y las persecuciones de que es objeto por parte de Fifo y los testaferros fifales. Abiertamente homosexual (“pájaro”, dice él), muy ingenioso, un poquito malvado, fugitivo perenne y perdedor de manuscritos, la Tétrica Mofeta resulta un personaje hilarante y a la vez patético. El relato de sus descalabros me depara una experiencia muy singular.
Leo y… ¡juas juas!, me río de lo lindo. Paso la página y, de súbito, un sobresalto. Vuelvo atrás, releo despacio, y entonces me pregunto: a ver, Ena Lucía, ¿de qué coño te estás riendo?
Como buen escritor satírico, Arenas cosechó un sinnúmero de enemistades entre sus conocidos, tanto en la Isla como en el exilio. En El color… caricaturiza con saña lo mismo a Carpentier que a Cabrera Infante, y a otros muchos escritores, escritorzuelos, funcionarios de la cultura, faranduleros, chivatos y demás especímenes que pululan por nuestra ciudad letrada. ¡No deja títere con cabeza! Aunque su peor enemigo, el más canalla, soberbio y estúpido, siempre será, por supuesto, Fifo.
No es de extrañar, pues, que la mayoría de los burlados, con sus respectivos parientes y amigos, los adoradores internacionales de Fifo y la gente mojigata en general, no sientan un gran amor por la Tétrica Mofeta.
Al salir del hospital, con El color… aún inconclusa, muy debilitado, aunque no por ello menos enérgico, Arenas terminó la redacción de Antes que anochezca, su desgarradora autobiografía —que sería llevada al cine por Julian Schnabel en 2000, con Javier Bardem en el papel protagónico—. Ambos libros, finiquitados en una ardua, casi heroica batalla contra el tiempo, comparten muchas anécdotas. La diferencia radica, sobre todo, en el tono.
En la autobiografía, menos carnavalesca y más directa que la novela, persiste el jolgorio, sólo que ahora se ha vuelto amargo. Ya no hay juegos con el lenguaje, ni experimentos formales, ni aventuras fantásticas. No hay distorsión de los nombres propios. El maligno y cretino Fifo, por si alguien no lo sabía, se llama Fidel Castro.
Cuando Arenas consiguió por fin escapar de Cuba en el éxodo de 1980, yo apenas tenía siete añitos y jamás había escuchado su nombre. Cuando aterricé por primera vez en Nueva York, mucho tiempo después, ya él se había suicidado. Nunca llegué a conocerlo en persona. Quizá por eso me importa un chícharo la montaña de insultos y otros argumentos ad hominem con que pretenden silenciarlo, aun después de muerto, sus detractores.
Está claro que no fue un santo. Sólo un escritor con una enorme vocación de franqueza que defendió contra viento y marea, en circunstancias particularmente difíciles, su derecho a expresarse con entera libertad. Uno que no se doblegó, en el mismo ámbito donde muchos otros, todavía hoy, se arrastran.

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