"Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca", Jorge Luis Borges


13 de abril de 2013

Paola y los perros, de Eduardo Nadal Aragón


PAOLA Y LOS PERROS





 
Inspirado en un hecho real



Paola tenía dos perros. Ahora ya sólo le queda uno. ¿Cómo y cuando sucedió esto? Una tarde volvía del trabajo a casa, agotada. Los tacones parecían pesar más de lo habitual sobre la madera cubierta de arenilla del portal. Subía suspirando, con su mono de cuadros azul turquesa y su pelo largo y sedoso algo estropeado por la llovizna y el cansancio. Al entrar se encontró a Luís, su pareja, más borracho de lo habitual, tendido en el sillón raído, frente al partido de fútbol. Un partido que había permitido que muchos de sus compañeros no acudiesen hoy al curro sin tener que dar explicación alguna. Un partido que había acabado con resultado desfavorable para el Real Luís Madrid. Presintió que tenía ganas de bronca. No era la primera vez. A pesar de todo ella lo saludó con su tono dulce y le pregunto con su voz aterciopelada ¿Qué tal el día? Pero él se levanto bruscamente de la mesa del saloncito, tirando al suelo las botellas de Mahon que había dispersas allí. Paola se dirigió directamente a su cuarto pero fue inútil. Luís estaba hecho una fiera. Aporreó la puerta con todas sus fuerzas y finalmente consiguió abrirla. El cerrojo llevaba mucho tiempo sin arreglarse. No había tiempo ni dinero nunca para ello. Empezó a golpearla. Tampoco era la primera vez que esto ocurría pero esta vez estaba como loco. Le dio un puñetazo en un hombro que no le dolió especialmente pero que logró asustarla del todo. Paola logró zafarse y corrió hasta el baño, donde si pudo encerrarse unos minutos, allí si había un pestillo firme. Tuvo tiempo para recordar que aquella mañana se había dejado el móvil junto al lavabo, después de maquillarse y que esa era su oportunidad. Marcó el número de la policía y luego se sentó en la taza del váter tapándose los oídos para no oír los gritos y patadas que Luís propinaba, con cada vez más saña, a la puerta del servicio. La policía no tardó en presentarse. Luís se resistió pero finalmente tuvo que abrir la puerta ante las firmes amenazas de éstos de echarla abajo. Cuando entraron ella se armó de valor y salió del baño. Los agentes rodearon a ambos. Su compañero seguía borracho y con expresión desencajada, pero no parecía muy nervioso. Paola tartamudeó un poco pero enseguida pudo contar algo de lo sucedido a los agentes. Los policías, tres chicos y una chica de diferentes edades, la miraron como sin comprender de qué hablaba, con ademanes prepotentes y poco amistosos y les pidieron a ambos la identificación. Le devolvieron el carnet a Luís sin decir nada pero cuando se fijaron detenidamente en el de Paola la cosa cambió. Su nombre legal no se correspondía con su aspecto actual. El sexo que revelaba documento no era el adecuado para sus maneras suaves y las grandes curvas de su cuerpo, ni su cabello largo ni sus labios pintados de carmín rosa pálido. ¿Pablito, eh? Vaya fraude, dijo socarronamente el más joven de los tres agentes. Entre dos de ellos empezaron a empujar a Paola y la esposaron. Ella protestó, sollozó , les suplicó que al menos le dejaran llevarse la medicación y dejar agua y comida a los perros, ya que Luís nunca se ocupaba de ellos. Entonces uno de los chicos la llamó "travestón" y la chica, no mucho más considerada que el resto de sus compañeros varones, añadió "seguro que tienes antecedentes penales". Entre los cuatro la empujaron a la salida, sin oír sus protestas. Uno de los perros de ladró con hostilidad a los polis y se acercó a morder a uno de ellos como en señal de protesta por lo que estaba sucediendo, pero Luís le dio una patada, para hacerlo callar, satisfecho con el resultado de lo sucedido. El perro lanzó un breve gemido. Paola dentro del coche celular apenas podía creer nada de lo sucedido. Lamentaba haber marcado ese número. Era como si se hubiera quedado dormida mientras esperaba su salvación, sentada en la taza del váter, y se hubiera sumido en una extraña y brutal pesadilla de la que no sabía como ni cuando iba a despertar. Las muñecas le dolían, ya que la forma en que dos de los chicos le habían puesto las esposas había sido lo más brusca posible y además de las muñecas tenía los rojos enrojecidos por un llanto que no acababa de salir. Trató de entablar diálogo con los policías que se sentaban delante, de explicarles bien lo sucedido, que no tenía antecedentes penales, que ella estaba siendo agredida, pero estos encendieron la sirena del coche para no tener que oírla. Una verja de silencio de interpuso entre ellos.




Al llegar a comisaría, una comisaría casi vacía por la caída de la noche, la empujaron dentro y la condujeron a uno de los calabozos. Pero para bajar al calabozo asignado había una empinada escalera de mármol por la que Paola bajo rodando cuando el más fuerte de los tres, con un ojo bizco y expresión de mezcla de cansancio y rabia mal contenida, la empujó con violencia. Allí abajo la levantaron entre los cuatro y Paola, en quién la aparición de la furia había superado al dolor mismo, trató de zafarse y les dijo que se les iba a caer el pelo, que lo que estaban haciendo era cruel y antidemocrático y que iba a denunciarles. El policía bizco río y agarrándole por el mono azul le espetó "por muchos derechos que os quiera dar de el ZP, aquí Pablo no eres un puto travestón". Luego le arrancó las gafas, tenía once diotrías, y se rió en su cara. Viendo que el paisaje se nublaba casi por completo Paola comenzó a gritar, a decir que tenía derecho a llamar a un abogado pero hicieron como si no la oyeran y la obligaron a entrar en la celda, cerrando la puerta con un golpe seco y metálico. Al verse allí sola, cegata y magullada Paola no lloró sino que empezó a pensar. Pensar, pensar y tratar de relajarse para no derrumbarse del todo, para poner algo de orden en su cabeza. No se acordó de Luís, que después de lo sucedido bebería un poco más y abandonaría el piso, sino de su perro negro, el más débil de los dos, algo enfermo, el único de aquella jauría que la había defendido. Pronto, se dijo, empezaría a sentirse mal ya que no podría tomarse las hormonas que le correspondían aquella noche y eso le acababa produciendo un terrible efecto depresógeno. Fueron las 48 horas más largas de su vida. Ni haciendo colas para que médicos orgullosos y no siempre comprensivos la examinaran, la revisaran el tratamiento, ni ante las consultas de psicólogos ante los que debía demostrar una y otra vez su feminidad, ni siquiera esperando para la ansiada y temida operación, sedada, a punto de dormirse, se había sentido tan sola y desesperada . Ni en las noches de fútbol pasadas con Luís, al que seguramente no volvería a ver.



Paola empezó a adormilarse, a pesar de que ya notaba los efectos de tantas horas sin medicación, y tuvo unos sueños horribles llenos de ladridos, golpes, insultos, pestillos que no cerraban, puertas que se abrían y un carnet de identidad que no había podido cambiar todavía. Al abrir los ojos se acordó de la gente que la apoyaba, de sus amigas y amigos, de lo que haría al salir de aquella trampa digna de otros tiempos y otros lugares.

A la mañana siguiente, ¿cuánto tiempo había pasado?, Paola oyó un ruido. Entró un agente anciano y regordete, al que no conocía de nada, y le abrió la puerta. Le dijo con voz seca y baja: Puedes irte. Paola, tambaleándose un poco y conteniendo un gemido, no se detuvo a mirar ni a hablar con el agente sino que salió de la comisaría apresuradamente y se dirigió a su casa, tratando de pensar lo menos posible. Al llegar el panorama era parecido al de aquella noche ¿la anterior?, con las botellas por el suelo y la tele todavía encendida. Oyó el llanto de uno de los perros que olisqueaba al otro, tumbado en el suelo, muerto de hambre y sed. Entonces Paola lloró, lloró desconsoladamente, como casi nunca había hecho, y se abrazó al otro perro, al perro blanco que quedaba con vida. Entonces ya empezó a pensar en cómo iba a presentar la denuncia y a quién llamar primero.



Dos días después había una concentración organizada por el grupo de gays, lesbianas y transexuales de aquella ciudad, no muy importante, el único grupo que había en aquella localidad, y en el que Paola había participado esporádicamente, ya que apenas tenía tiempo libre. Cuando llegó, con su mono azul, su tez pálida, su voz dulce y su larga melena algunos amigos, amigas y conocidos la abrazaron y dos periodistas del periódico local empezaron a hacerle preguntas a las que ella respondió lo mejor que pudo. Se sintió de nuevo querida y alabada y pensó en que había gente maravillosa en el mundo, incluso en esa plaza flanqueada por furgonetas policiales, donde ahora brillaba un sol radiante y esperanzador. Los chicos y chicas del grupo levantaron una pancarta en la que decían "Stop Transfobia" y pedían responsabilidades y entonces es cuando se acercaron los agentes. No había ninguno de los que había agredido a Paola, pero para ella ahora todos aquellos hombres uniformados formaban parte de la misma inhumana jauría. Pidieron la documentación a los responsables del evento ¿Quién ha convocado esto? y varios tuvieron que darles sus DNIS, entre ellos Paola. Uno de los agentes jóvenes se acercó a ella y le dijo con voz serena "Nosotros estamos aquí únicamente para velar por su seguridad".






Eduardo Nabal Aragón

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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"Criticar no es morder; es señalar con noble intento el lunar que desvanece la obra de la vida", José Martí.