"Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca", Jorge Luis Borges


7 de mayo de 2013

La cola de la esperanza, de Ma Socorro Aragón Mena


LA COLA DE LA ESPERANZA


  Si de algún mito puedo decir que no ha cumplido para mí esa función primordial de los  mitos que es  dar una explicación más o menos convincente de la realidad o   proporcionar algún alivio a  los temores íntimos de los seres humanos, ese es el mito de Pandora. Un mito que se ha popularizado entre nosotros, en  la expresión “abrir la caja de Pandora” para referirnos a la provocación en cascada de todas las desgracias  posibles. Es un mito conocido: nos cuenta que la cólera de Zeus contra Prometeo -por haber  robado  éste el fuego a los dioses para entregárselo a los hombres-  se resolvió con la creación de la primera mujer, Pandora, nombre que puede significar “la que concede todos los dones” pero a la que,  por el contrario, se atribuye  el haber  dejado escapar todos los males de la tinaja  donde los tenía  encerrados  su esposo Epimeteo, hermano de Prometeo.
Hasta aquí tendría  el relato un sentido más o menos clarificador  del origen  de nuestras tribulaciones, atribuído a una mujer como sucede con  la Eva del relato bíblico. Pero el misterio y la incertidumbre aparecen cuando la leyenda nos cuenta que no salió al exterior todo lo que había en aquel recipiente   lleno de desgracias, sino que en el fondo  quedó  encerrada LA ESPERANZA. Alguna tradición  nos cuenta que  ésta quedó atrapada en la boca  de la tinaja cuando Pandora  quiso taparla  para interrumpir  aquella temible escapatoria. Pues bien,  de aquí arranca la perplejidad en  la que me ha sumido  siempre este relato: ¿qué hacía  allí la Esperanza en compañía de todos los males?  ¿ era también uno de ellos? ¿ no se le permitió salir porque siendo un bien no cumpliría la misión de castigo que pretendía Zeus?.El refrán  español que  dice que la esperanza es lo último que se pierde tampoco resuelve ese carácter ambiguo…
  
Incluso los años en que el otoño llega despacio, los mediodías son suaves y se puede disfrutar  de esos  colores  que sólo tiene   la naturaleza   cuando está a punto de entrar el mes de noviembre, solemos aceptar, como algo merecido, que  desde el  norte  un  buen día, sin avisar,   nos lleguen ramalazos de  viento  helado . La mañana estaba así, es decir heladora, cuando al fin encontramos  el edificio del Ministerio de Asuntos Exteriores  y Cooperación en las afueras de Madrid. Es un edificio moderno,  o sea reciente, altísimo,  con  fachadas  frías de cristaleras grises, y uno de sus flancos resulta aun más siniestro por la sombra que proyecta sobre la explanada  por donde avanzaba la cola de los que acudían  a validar sus papeles.
Allí, a la intemperie,  esperaban  de una forma paciente y ordenada varias  decenas de personas, diferentes por sus fisonomías y sus estaturas pero no por sus edades: no había niños ni apenas personas de mucha edad. Siempre he pensado que no hay paisaje más variado que el rostro humano, pero la variedad de los que  tenía delante y detrás de mí era tan fascinante que  casi no sentía  el frío ni el cansancio. Todos me parecían bellos porque en cuerpos de pequeña  o mediana estatura se asentaban  cabezas poderosas de pelo oscuro y fuerte y rostros con distintos tonos de bronceado, en ningún caso pálidos, de palidez europea. Pieles curtidas en soles africanos, latinoamericanos y, en menos casos, orientales. Perfiles definidos, sin la blandura que van marcando generaciones de bienestar
 La fila avanzaba con una lentitud que sólo  a mí me impacientaba,   mientras  para los demás  parecía formar parte  de una costumbre, de una rutina  que practicaban con naturalidad como si la vivieran  a diario. Por la misma puerta que engullía sin prisa nuestra cola salían cada cierto tiempo  los que ya habían terminado su gestión. Salían animosos pero sin exceso, más bien como si  hubieran recibido algo que merecían  y  que los devolvía con  más tranquilidad  a sus quehaceres diarios. En nuestra cola se entablaban  algunas conversaciones   breves, entre  familiares o con  desconocidos,  referidas casi siempre  al frío que nos había cogido desprevenidos después de unos días templados, casi veraniegos, pero en general éramos un grupo silencioso. Casi sentía vergüenza de pensar que me hubiera gustado protestar por esa forma de hacernos esperar  de pie y al aire libre. No veía ninguna señal de que, si me hubiera atrevido a hacerlo, los demás hubieran compartido mi protesta.
Como no quería sumar aburrimiento al frío, yo me entretenía imaginando el origen y los sueños de los que estaban  a mi alrededor  en aquella cola casi inmóvil. De tanto haber pensado en ello, no me preguntaba ya  por   los  duros e injustos motivos que los habían  sacado de sus raíces, de sus costumbres o del cálido apoyo de los suyos. Me empeñaba en adivinar en sus rasgos qué venía buscando cada uno  y les adjudicaba  un sueño. Quizá el joven marroquí  que, apenas abrigado, miraba al frente sin mover un músculo de su cuerpo  no pensaba en un andamio sino en el pequeño local adonde haría llegar para la venta texturas, sabores y colores de su Tánger natal.  Y la joven -¿colombiana?¿ dominicana?- que apretaba  de vez en cuando el lazo elástico que  sujetaba su  cola de pelo negro brillante  estaba segura de que los primeros trabajos asistiendo como una nieta cariñosa a la anciana a la que su familia  no tenía tiempo de cuidar, era sólo el camino necesario hacia  el alegre salón de belleza que , sin duda montaría un día con las hermanas que   desde su país esperaban una llamada suya. Y aquel hombre de  no  mucha estatura,  pero con aspecto tan recio que  le hacía parecer cuadrado, quizá  planeaba….
 No había dejado de hacer frío ni de soplar el viento que venía de la sierra cuando sentí que empezaba a sudar. Me quité la bufanda que había traído para improvisar algún abrigo sobre mi ropa todavía veraniega, pero el calor venía  de  más arriba; creí que iba a empezar a boquear como un pez fuera del agua. De haber durado esta sensación, no habría tenido más remedio que abandonar la cola y volver a casa sin hacer mi gestión. Lo conjuré sujetando mi imaginación  empeñada  en leer los sueños de futuro en aquellos rostros. No podía seguir mirándolos uno por uno porque empezaba a  envolverme  una nube tóxica  formada por la hilera de ilusiones  de los que avanzaban con aquella lentitud insoportable. Empecé entonces a preguntarme si  lo que me agobiaba, como si llevara sobre los hombros el  fardo en que se encerraran tantos  proyectos de futuro, era la sospecha de que  también a ellos los había seducido aquella  figura  que nunca he sabido definir, la misma que quedó aprisionada en la boca de la tinaja de Pandora.    

Mª Socorro Aragón Mena

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